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En un país donde la poligamia está permitida y el preservativo no es visto con buenos ojos por buena parte de la población, no es una excentricidad hallar familias humildes con 10 hijos. Cuando éstas no encuentran los medios para alimentar a sus pequeños, los progenitores deciden poner algunos de éstos al servicio de un marabout, una especie de líder espiritual, que se supone será su maestro en los próximos años.

Ahora bien, en la práctica estos niños se convertirán en su particular ejército infantil de trabajadores. Dedicarán horas y horas a la penosa tarea de mendigar. De esta forma, el marabout se garantiza una cómoda obtención de recursos con qué alimentarlos, además de gozar con ayuda en las tareas caseras o del campo.
Es difícil comunicarse con estos pequeños, conocidos como los talibé (talibán), que significa estudiantes del Corán. La mayoría no hablan francés, que es la lengua oficial en Senegal. Tampoco el wolof o el diola, las más comunes en el sur del país, en la región de la Casamance.
No se trata de huérfanos, como algunos podrían pensar. Se hace cargo de ellos un marabout, un maestro del Corán, que les enseñará a leer los versículos en árabe del texto sagrado para los musulmananes.
Se trata, hablando sin tapujos, de explotación infantil. Estos niños jamás pisarán una escuela. Dedicarán una hora al alba a la lectura del Corán. Muy temprano, entre las siete y las ocho, saldran a pedir limosna y no podran regresar a su hogar hasta poco después de las cinco de la tarde, para ponerse de nuevo a rezar y aprender los textos sagrados del profeta Mahoma.
Si los pequeños talibanes no consiguen reunir una cantidad económica que satisfaga al marabout, pueden ganarse unos buenos azotes, castigos físicos aún más severos o quedarse sin techo donde cobijarse cuando caiga el sol.
Los pequeños de la foto son Amadou y Yoro, de ocho y seis años. Pertenecen a la etnia peul o fula, que se extiende por toda la región hasta Sudán, Ghana y Nigeria.
Estos dos mendigos precoces tan solo hablan el pulaar o fufulde, la lengua de este grupo étnico, por lo que tienen auténticas dificultades para comunicarse con la población de Kafountine.
En el momento en que se detuvieron en la puerta de la escuela, ninguno de los presentes pudo comunicarse con ellos. Les pido, mediante gestos, que esperen. Necesito mi cámara de fotos si mi intención es denunciar su precaria e injusta situación. No entienden nada de lo que les digo, pero cuando regreso, continuan allí, frente a la entrada.
Pese a su aspecto descuidado, por falta de higiene y por carecer de un afectuoso hogar, su sonrisa es tan hermosa como la de cualquier pequeño. Sin embargo, sus ojos destilan una desconfianza y un temor inusitado, fruto de la crudeza con la que les ha tratado la vida. El que parece de más edad está aquejado de alguna enfermedad dermatológica infecciosa. Numerosas costras blancas anidan en su cuero cabelludo, pero nadie va a molestarse a aliviar su picor ni sanar su piel.
Sus familias habitan en Kolda, en el interior de la Casamance. En la mayoría de los casos, los padres de estos niños los libran al cuidado de un marabout de otra población. Imagino que por aquéllo de "ojos que no ven, corazón que no siente".
De esta forma, evitarán los remordimientos o el dolor que produce ver a tu propio hijo convertido en un diminuto mendigo andrajoso. También el propio maestro coránico se ocupa de evitar cualquier contacto con sus familias, puesto que los pequeños son sus peones y una de sus fuentes de ingresos.
En un principio, los niños talibanes debían ayudar en las faenas domésticas o rurales, pero ahora en muchas ocasiones se dedican a la caridad. El origen radica en la búsqueda de la espiritualidad, a través de una vida ascética que los libre de la  esclavitud hacia los placeres mundanos y terrenales.
A mi entender, eso no debería conllevar desnutrición, ausencia de limpieza y de afecto, además de serias carencias de una educación elemental, ya que jamás aprenderán a leer ni a escribir, salvo los escritos en árabe del Corán.
Por lo que me han contado es muy habitual encontrar los talibanes en Dakar y en el norte del país. Los pequeños son capaces de recorrer distancias enormes en busca de algo que ponerse en la boca y de unas monedas con qué acontentar a su mentor. Y si algún alma caritativa les ofrece adoptarlos suelen rechazar tal tentadora oferta ante el temor de posteriores represalias en caso que el marabout los localice.
En muchos casos, estos menores acabarán convirtiéndose con el paso de los años en delincuentes.
Amadou y Yoro, los dos pequeños de la imagen, observan mi cámara de fotos y el monedero que sostengo en una mano. Aunque algunos chicos senegaleses, que los observan con incomodidad, me aconsejan que les entregue dinero, les digo con señas que me acompañen.
Cruzo, en compañía de los dos niños, la pequeña carretera principal del pueblo y me dirigo hacia un puesto de comestibles. Allí compro para los pequeños una barra de pan untada de chocolate y entrego una mitad a cada uno.
Una gran sonrisa se dibuja en el rostro de los chiquitines. Les echo una monedita en cada lata y se van alegres con su apetitoso desayuno.
Me pregunto por qué se traeran hijos al mundo si no se está en condiciones de asumir la responsabilidad de garantizarles amor, una buena educación y, sobre todo, velar porque en la infancia los niños se dediquen a lo suyo, a ser niños y a jugar.
Extraido de: Luces de Senegal
que triste
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